Me he quedado tirado en la carretera y he activado la baliza V16.

Video 1. 3 balizas V16 a 3,89 euros cada una. Las 3 por 11,67 euros y traídas desde China, por AliExpress en menos de una semana. ¿Tienes mejores precios? Yo creo que no… ¿Qué apostamos?

Video 2. Se me acaba de estropear la moto.Afortunadamente llevo la Baliza V16 y la activo. A ver quién viene?

Video 3. Me acabo de quedar tirado en la carretera . He conectado la baliza V16 y aquí no viene ni Dios…

Video 4. Acabo de llegar al Red Bar de Vilanova y se me ha parado la moto. Afortunadamente llevaba la baliza V16 y la he activado… De momento no viene nadie, tal vez el Iván Vega esté echando una siesta…

Video 5. Sigo tirado en el Red Bar de Vilanova y la moto no arranca y sigo teniendo activada la baliza V16 y nada de nada… No tendrá un colocón el Iván Vega y estará durmiendo la mona?

A ver, GROK, redáctame una novela del género distópico con el siguiente título “Me he quedado tirado en la carretera y he activado la baliza V16“y desarrollada en los 5 capítulos que te muestro a continuación y con epílogo final.

Capítulo 1. 3 balizas V16 a 3,89 euros cada una. Las 3 por 11,67 euros y traídas desde China, por AliExpress en menos de una semana. ¿Tienes mejores precios? Yo creo que no… ¿Qué apostamos?

Capítulo 2. Se me acaba de estropear la moto. Afortunadamente llevo la Baliza V16 y la activo. A ver quién viene?

Capítulo 3. Me acabo de quedar tirado en la carretera. He conectado la baliza V16 y aquí no viene ni Dios…

Capítulo 4. Acabo de llegar al Red Bar de Vilanova y se me ha parado la moto. Afortunadamente llevaba la baliza V16 y la he activado… De momento no viene nadie, tal vez el Iván Vega esté echando una siesta…

Capítulo 5. Sigo tirado en el Red Bar de Vilanova y la moto no arranca y sigo teniendo activada la baliza V16 y nada de nada… No tendrá un colocón el Iván Vega y estará durmiendo la mona?

# Me he quedado tirado en la carretera y he activado la baliza V16

## Capítulo 1: 3 balizas V16 a 3,89 euros cada una. Las 3 por 11,67 euros y traídas desde China, por AliExpress en menos de una semana. ¿Tienes mejores precios? Yo creo que no… ¿Qué apostamos?

En el año 2047, la Gran Vigilancia había transformado el mundo en un vasto mercado de supervivencia, donde cada objeto era un salvavidas contra el caos. La sociedad, fragmentada por el colapso climático y el control digital omnipresente, dependía de gadgets baratos importados de las mega-factorías chinas. Yo, un mensajero errante llamado Jax, navegaba por las autopistas derruidas de lo que solía ser España, entregando paquetes para los pocos que aún podían pagar.

Ese día, en el bazar subterráneo de Madrid —un laberinto de pantallas holográficas y vendedores cibernéticos—, encontré la oferta. «3 balizas V16 a 3,89 euros cada una», proclamaba el anuncio en AliExpress, el último bastión del comercio global no regulado por el Régimen Unido. Las balizas eran dispositivos de emergencia: luces LED conectadas a la red satelital, supuestamente capaces de alertar a las autoridades en caso de avería. En un mundo donde las carreteras eran trampas mortales llenas de bandidos y drones de vigilancia, eran esenciales.

Calculé rápido: las tres por 11,67 euros. Traídas desde China en menos de una semana, burlando los aranceles del Régimen con envíos camuflados como «juguetes luminosos». «¿Tienes mejores precios?», le pregunté al vendedor virtual, un avatar con acento mandarín. «Yo creo que no… ¿Qué apostamos?». Aposté mi último crédito en cripto, sabiendo que en esta distopía, apostar era lo único que mantenía viva la ilusión de libertad. El paquete llegó en cinco días, envuelto en plásticos biodegradables falsos. Las balizas parpadeaban como ojos acusadores, prometiendo salvación en un mundo donde nadie salvaba a nadie.

Pero el Régimen lo sabía todo. Cada compra era rastreada, cada baliza un nodo en su red de control. Comprar barato era un acto de rebeldía, pero también una trampa. Me guardé las balizas en la mochila de mi moto eléctrica, ignorando la advertencia subliminal en la app: «Tu seguridad es nuestra prioridad. Reporta cualquier anomalía».

## Capítulo 2: Se me acaba de estropear la moto. Afortunadamente llevo la Baliza V16 y la activo. A ver quién viene?

La autopista A-3 era un cementerio de vehículos abandonados, cubiertos de polvo radiactivo del último incidente nuclear en el sur. Mi moto, una reliquia hackeada con paneles solares defectuosos, tosió y se detuvo en medio de la nada. El sol abrasador del mediodía convertía el asfalto en un horno, y el aire estaba cargado de partículas que bloqueaban las señales GPS estándar.

«Se me acaba de estropear la moto», murmuré para mí mismo, escaneando el horizonte vacío. Afortunadamente, llevaba la baliza V16. La saqué de la alforja, un disco compacto con un botón rojo que prometía conexión instantánea con el Centro de Vigilancia Vial. La activé con un clic; una luz estroboscópica azul parpadeó, enviando mi ubicación al éter digital. «A ver quién viene?», pensé, sentándome en el arcén, con el casco quitado y el sudor corriéndome por la cara.

En esta distopía, las balizas no solo alertaban a la policía o a grúas; eran ojos del Régimen. Al activarla, consentía a que mis datos biométricos —ritmo cardíaco, ubicación exacta, historial de viajes— fueran subidos a la nube central. Se suponía que vendría ayuda en minutos: un dron de reparación o un patrullero armado. Pero minutos se convirtieron en horas. El silencio era opresivo, roto solo por el zumbido de insectos mutados. ¿Vendría alguien? ¿O era esto otra prueba de lealtad, donde el abandono era el castigo por no pagar el «impuesto de seguridad premium»?

Miré el dispositivo: la luz seguía parpadeando, pero no había respuesta. El Régimen priorizaba a los elite; para los como yo, éramos prescindibles. La apuesta del Capítulo 1 parecía una broma cruel ahora.

## Capítulo 3: Me acabo de quedar tirado en la carretera. He conectado la baliza V16 y aquí no viene ni Dios…

El crepúsculo descendía como una cortina de plomo, tiñendo el cielo de un naranja tóxico por las emisiones perpetuas. «Me acabo de quedar tirado en la carretera», repetí en voz alta, como si verbalizarlo invocara a algún dios olvidado. He conectado la baliza V16 —o mejor dicho, la había reconectado, porque la batería solar de la moto la mantenía viva— y aquí no viene ni Dios.

La carretera era un desierto post-apocalíptico: vehículos oxidados como esqueletos, carteles derrumbados que advertían de «Zonas de Control Obligatorio». La baliza emitía su señal GPS, pero el Régimen había racionado las respuestas de emergencia. Solo los ciudadanos con «puntuación de lealtad» alta recibían ayuda inmediata; los demás, como yo —un nómada con deudas en cripto y un historial de compras en el mercado negro—, éramos relegados a la cola infinita.

Pasaron vehículos ocasionales: camiones blindados del Régimen, ignorándome como a un fantasma. Uno se detuvo a lo lejos, pero solo para escanear mi baliza y multarme por «uso no autorizado en zona restringida». La notificación llegó a mi implante ocular: «Pago requerido: 50 euros. Fallo en pago resultará en bloqueo de movilidad». ¿Aquí no viene ni Dios? No, solo algoritmos fríos que decidían quién vivía y quién moría en la carretera.

Hambre y sed me asaltaban. La baliza, esa baratija china, era mi única esperanza, pero en esta distopía, la esperanza era un lujo para los privilegiados.

## Capítulo 4: Acabo de llegar al Red Bar de Vilanova y se me ha parado la moto. Afortunadamente llevaba la baliza V16 y la he activado… De momento no viene nadie, tal vez el Iván Vega esté echando una siesta…

Empujando la moto muerta, llegué al Red Bar de Vilanova, un tugurio en las afueras de lo que fue Barcelona, ahora una ciudad-estado bajo toque de queda perpetuo. El bar era un refugio para renegados: luces neón parpadeantes, música glitch de fondo, y un olor a aceite rancio y humo sintético. «Acabo de llegar al Red Bar de Vilanova y se me ha parado la moto», anuncié al entrar, pero nadie levantó la vista.

Afortunadamente, llevaba la baliza V16 y la activé de nuevo, colocándola en el manillar como un faro de desesperación. Su luz azul iluminaba el estacionamiento improvisado, lleno de motos hackeadas y vehículos eléctricos robados. «De momento no viene nadie», observé, pidiendo un trago de agua reciclada al barman ciborg. «¿Tal vez el Iván Vega esté echando una siesta?»

Iván Vega era el mecánico local, un mito en estos lares: un ex-ingeniero del Régimen que desertó y ahora reparaba vehículos por trueques. Se decía que tenía conexiones con la resistencia, burlando las balizas para evitar la vigilancia. Pero en esta distopía, incluso los héroes dormían siestas inducidas por narcóticos digitales para escapar del estrés constante. El bar bullía de rumores: el Régimen había cortado las respuestas a balizas en zonas «de bajo prioridad» como Vilanova, para forzar a la gente a unirse a sus convoyes controlados.

Me senté en una mesa, vigilando la baliza. Su parpadeo era hipnótico, un recordatorio de que cada activación sumaba puntos a mi perfil de «ciudadano problemático». ¿Vendría Iván? ¿O era esto el fin, atrapado en un bar al borde del colapso social?

## Capítulo 5: Sigo tirado en el Red Bar de Vilanova y la moto no arranca y sigo teniendo activada la baliza V16 y nada de nada… No tendrá un colocón el Iván Vega y estará durmiendo la mona?

La noche se arrastraba como una plaga digital, con drones zumbando sobre el Red Bar, escaneando identidades. «Sigo tirado en el Red Bar de Vilanova y la moto no arranca», gemí, intentando en vano reiniciar el motor con un cable improvisado. Sigo teniendo activada la baliza V16, su luz ahora un faro solitario en la oscuridad, pero nada de nada. Ninguna respuesta, ningún salvador.

«No tendrá un colocón el Iván Vega y estará durmiendo la mona?», bromeé con un parroquiano, un hacker con tatuajes luminosos. En esta distopía, «colocón» significaba más que drogas: era el escape virtual, jackeándose en realidades alternativas para olvidar el hambre y la opresión. Iván, si existía, probablemente estaba en uno de esos trances, ignorando las alertas de balizas que inundaban su taller clandestino.

El bar se vaciaba; la gente huía ante el rumor de una redada. La baliza seguía emitiendo, atrayendo quizás no ayuda, sino atención indeseada. Intenté desactivarla, pero el protocolo del Régimen la mantenía online: «Una vez activada, la vigilancia persiste hasta resolución». Era una trampa perfecta: barato de comprar, caro de usar. Mi apuesta inicial ahora parecía una sentencia de muerte.

## Epílogo

Amanecía cuando llegó el dron del Régimen, no para ayudar, sino para confiscar. La baliza V16, esa ganga china, había cumplido su verdadero propósito: rastrearme, multarme, y marcarme como disidente. Iván Vega nunca existió; era un señuelo digital para atrapar a los ingenuos. En esta distopía eterna, quedarme tirado no era un accidente, sino el destino de quien apostaba por la libertad barata. La carretera seguía vacía, y yo, encadenado a la red, me uní a los fantasmas del asfalto. ¿Qué apostamos ahora? Nada, porque en el fin, el Régimen siempre gana.